Eduardo Moyano Estrada (IESA-CSIC. Córdoba)
No es difícil compartir las críticas de los tres sindicatos agrarios (ASAJA, COAG y UPA) sobre la reforma de la PAC (política agraria común europea) acordada la pasada semana en el Consejo de Ministros de Agricultura de la UE reunido en Luxemburgo. El rechazo que la mayor parte de los Consejeros de Agricultura de las Comunidades Autónomas han hecho de la reforma resulta comprensible desde una perspectiva centrada en los intereses generales de la agricultura de sus respectivas regiones. Son críticas de tipo coyuntural, en las que se valoran sobre todo los efectos que se prevén a corto plazo sobre los distintos subsectores agrarios, haciendo un cálculo monetario del siguiente tenor: cuánto euros se pierden, cuántos se ganan, con la reforma. Más difícil es compartir la euforia del ministro Arias Cañete, quien debería ser más prudente a la hora de mostrar su satisfacción por un acuerdo cuyo protagonismo ha correspondido a Francia y Alemania y en el que España ha jugado un papel poco relevante.
Sin desmerecer tales críticas, la reforma de la PAC debe analizarse desde una perspectiva más amplia y situarse por encima del debate coyuntural. Hay que preguntarse hasta qué punto lo acordado en Luxemburgo supone un avance en el desarrollo de la política agraria europea; hasta qué punto sitúa en dirección adecuada a una política que, fundada hace más de cuarenta años, ha satisfecho con creces sus objetivos iniciales (lograr el autoabastecimiento de la población europea en alimentos básicos y garantizar las rentas de los agricultores), pero que debe prepararse para afrontar los nuevos y más complejos retos del futuro. Pensar en definitiva si la reforma ofrece nuevas oportunidades para avanzar en la definición de una política agraria propia en España.
Una reforma necesaria
Reformar la PAC ha sido un tema recurrente e indiscutible en los últimos diez años, viéndose como una necesidad perentoria por varias razones. La primera, por las fuertes críticas recibidas desde la propia opinión pública europea, que valora más la calidad y seguridad de los alimentos, se preocupa cada vez más por los efectos sobre el medio ambiente de los modelos intensivos de agricultura, y es consciente de los resultados perversos del actual sistema de ayudas a los agricultores.
La segunda razón estriba en las exigencias de la OMC (Organización Mundial del Comercio), a cuya ronda de Cancún debe asistir la UE con los deberes hechos en materia de agricultura si quiere que se avance en la liberalización de otros sectores de mayor importancia para la economía europea. La tercera razón, y no por ello la menos importante, tiene que ver con la ampliación de la UE y la necesidad de reformar la PAC para hacerla viable en una Europa de veinticinco miembros. A ello cabría añadir las cada vez más serias críticas de las ONGs (especialmente de Intermon-Oxfam), que acusan al proteccionismo agrario de la UE de ser una de las causas de la pobreza que asola a los campesinos de los países en vías desarrollo.
Estas razones ponen de manifiesto el interés de la sociedad europea por los temas relacionados con la agricultura, un interés que debe ser valorado positivamente por los agricultores, ya que al entrar a formar parte de las preocupaciones de la opinión pública, los temas agrarios adquieren legitimidad social y dejan de ser campo exclusivo del propio sector. La agricultura se convierte así en un tema de debate social, ya que su importancia trasciende el ámbito de la producción de la producción de alimentos para adentrarse en ámbitos como el empleo, el medio ambiente, la gestión de los territorios o la dinamización de los espacios rurales, que afectan al conjunto de la ciudadanía. En resumen, la agricultura adquiere una importancia tal, que su regulación no puede ser dejada exclusivamente en manos del propio sector agrario como tradicionalmente ha expresado el corporativismo agrarista.
Aunque la reforma se ha valorado como necesaria, las divergencias han surgido sobre su profundidad y alcance. En este sentido hay que reconocer que la reforma acordada es bastante moderada, muy lejos de las pretensiones iniciales del comisario de agricultura Franz Fischler y muy alejada también de las opiniones de los que aconsejaban mayor ambición. Por ejemplo, la mal llamada modulación ha quedado limitada a un insignificante 5% de recorte lineal de las ayudas recibidas por los agricultores (frente al 19% propuesto por el comisario). Asimismo, el proyecto inicial de desligar totalmente de la producción el cálculo de las ayudas directas se ha quedado en una desconexión parcial que afecta de modo desigual a los diversos sectores. Con el escaso alcance de las medidas adoptadas, lo probable es que dentro de unos años volvamos a hablar de la necesidad de reformar la PAC.
Y, sin embargo, la PAC se mueve
Si nos fijamos sólo en las medidas adoptadas, los partidarios de una reforma en profundidad de la PAC pueden sentirse decepcionados. Sin embargo, pueden encontrar razones para el optimismo al comprobar que, aunque tímida, la actual reforma de la PAC introduce modificaciones importantes en la política agraria europea, constituyendo un cambio de tendencia cuyos efectos se verán en las próximas reformas. Esto ha sido siempre así en el desarrollo de la PAC. Si se miran las distintas reformas de la PAC en sus cuarenta años de historia, se observa que han sido siempre pequeñas pero irreversibles reformas, sin vuelta atrás, marcando tendencias de futuro. Eso ocurrió con las cuotas lácteas o con los estabilizadores de la producción en los años 80, o ya en los 90 con la sustitución del sistema de precios garantizados por las ayudas directas.
En la reforma de ahora han salido aprobados dos principios fundamentales que marcan un verdadero cambio en la filosofía de la política agraria europea y abren las puertas para las reformas venideras, no exentas de riesgos. El primero de esos principios tiene que ver con la limitación de las ayudas directas a los agricultores. Hasta ahora, las ayudas se han concedido en compensación por lo que los agricultores dejan de percibir como consecuencia de la desaparición del sistema de precios de garantía. Dado su carácter compensatorio, las ayudas eran como una especie de derechos adquiridos que se concedían sin contrapartidas, es decir, sin pedirle a los agricultores ningún esfuerzo adicional al de producir, ni compromiso alguno con el entorno territorial de su explotación. Con la reforma, las ayudas pierden su carácter compensatorio y podrán ser limitadas (incluso moduladas si así lo desean los gobiernos nacionales) en su cuantía. Además, para recibir las ayudas se les exigirá a los agricultores una serie de compromisos de carácter medioambiental, de calidad de las producciones, de sanidad en el consumo alimentario y de seguridad laboral.
El segundo principio que introduce la reforma de la PAC (aunque de forma gradual y dejando amplio margen de aplicación a los Estados miembros) es el llamado desacoplamiento de las ayudas. Este principio consiste en que el cálculo de su cuantía no dependerá ya de la cantidad producida (a partir de ahora ya no se aplicará el principio de a más producción, más ayuda), sino que se calculará en función de una renta de referencia (para garantizar al agricultor un mínimo de ingresos), acompañada de la posibilidad de introducir una serie de exigencias para evitar el riesgo de abandono de la actividad agrícola (principal temor de las organizaciones agrarias) e incentivar a que el mercado guíe las estrategias de los agricultores.
Tanto uno como otro principio dejan un espacio importante para hacer política agraria en cada país, que en el caso español abre las puertas a los gobiernos de cada Comunidad Autónoma para impulsar políticas propias en cada territorio de acuerdo con los criterios que consideren más adecuados a las características de sus agriculturas. Esto puede verse como una renacionalización de la PAC, pero también como el retorno de la agricultura a la agenda política tanto nacional como regional. De este modo, los problemas del sector agrario adquieren de nuevo protagonismo en el escenario político español tras un largo periodo en el que habían sido considerados asunto de la UE, como si a nuestros responsables políticos sólo les tocara la tarea (siempre grata) de gestionar las ayudas procedentes de Bruselas.
El segundo pilar, un reto para los agricultores
La combinación de estos dos principios no conducirá a una reducción del presupuesto total de la PAC (que se ha asegurado para los próximos años), pero sí a una transferencia de recursos desde el llamado primer pilar de la PAC (donde se ubican las ayudas directas que reciben los agricultores) al segundo pilar (también llamado del desarrollo rural, pero que no hay que confundir con los programas Leader y Proder). Esta transferencia, todavía tímida y de corto alcance, será cada vez mayor en el futuro, y los agricultores y sus organizaciones deberán prepararse, con el apoyo de las Consejerías de Agricultura, si quieren aprovechar las oportunidades que, a buen seguro, se les presentarán. Para ello, hay que deshacer un equívoco que, de forma interesada, a veces se difunde al hablar del segundo pilar de la PAC. Me refiero a la idea de que los recursos que se transfieren desde el primero al segundo pilar de la PAC son recursos perdidos por el sector agrario. Y eso no es verdad. Los recursos del segundo pilar están a disposición de los agricultores para incentivarlos a producir de modo diferente a como han venido haciéndolo hasta ahora.
El segundo pilar es para los agricultores y no contra ellos. El problema es que, para aprovecharlo, los agricultores deben hacer un esfuerzo mayor que para recibir las ayudas directas (para las que sólo basta rellenar la solicitud correspondiente). Las ayudas del segundo pilar sólo pueden aprovecharse si los agricultores presentan proyectos para mejorar la eficiencia de sus explotaciones (una eficiencia no sólo productiva, sino medioambiental, relacionada con la gestión del territorio y con la calidad y seguridad de los alimentos). Para ello, los agricultores deberán hacer un esfuerzo considerable en la dirección de modificar las tradicionales formas de gestión de sus explotaciones. Un esfuerzo para el que será necesario el apoyo logístico de las administraciones agrarias de las Comunidades Autónomas, que deberán refundar (con pautas del siglo XXI y en estrecha relación con las organizaciones profesionales agrarias y cooperativas) sistemas de extensión y asistencia técnica a los agricultores.
Ahí radica el verdadero significado de lo acordado en Luxemburgo, más allá de las valoraciones coyunturales que legítimamente puedan hacerse. Los principios introducidos en la PAC suponen un cambio de tendencia y plantean una buena oportunidad (y una gran responsabilidad por el amplio margen de maniobra que deja a los estados miembros) para impulsar en esa dirección la política agraria de nuestro país y de las distintas Comunidades Autónomas.
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